viernes, 15 de febrero de 2013

Aquilia Severa (2ª Parte)

El matrimonio duró lo que duró su capricho, o lo que, por culpa de la infame boda, tardó en acrecentarse el odio que el pueblo de Roma ya sentía por un emperador que desde el primer momento no comprendiera y además aborreciera. Se sucedieron las revueltas callejeras, las explosiones súbitas de violencia, la rebeldía y el fuego. La plebe intentó tomar por la fuerza el templo del ídolo de Emesa; arrojaron desperdicios al rostro de su madre y su abuela; atacaron a sus guardias; hirieron a Hierocles, su favorito; destrozaron sus estatuas. En nada ayudó que el emperador, indiferente a cuando sucedía en el exterior y sin más preocupación que su dios, ordenara que se le adorara como divino aún en vida, en contra de la costumbre de divinizar al César tras haber fallecido. Aquilia Severa, abandonada, aterrada y sola, permanecía encerrada en el Palatino, sin reunir valor ni fuerzas para mostrarse ante un pueblo que la despreciaba y la acusaba de todos sus males por haber faltado a su castidad consagrada a Vesta. Heliogábalo, su marido, su burlaba de sus temores, pero no tardó en compartirlos ni en dejarse convencer por sus consejeros y, sobre todo, por su abuela Julia Mesa, a quién le debía el poder que ostentaba, de la conveniencia de otro matrimonio, en esta ocasión con Annia Faustina, bisnieta del célebre Marco Aurelio, el emperador filósofo. El César aceptó tras larga meditación, no porque hubiera escuchado el sentir del pueblo, ni porque se arrepintiera de su violación, ni temiera la ira de Vesta, ni deseara reconducir su vida y aceptar su obligación como emperador. No. Aceptó porque comprendió que el objetivo fundamental de su existencia, introducir al dios de Emesa entre las deidades de Roma, habría fracasado por su matrimonio con la vestal, en vez de verse favorecido, y decidió deshacerse de la esposa que ya no ayudaba sino que estorbaba. Aquilia Severa marchó del Palatino envuelta en su manto de lino, temiendo ser reconocida por la plebe enfurecida; su única compañía era las mismas lágrimas, la misma vergüenza y el mismo desprecio por si misma que portara con ella a su llegada, pero también algo de alivio, aunque no supiera cual sería su destino...y mientras ella recorría las calles de Roma buscando refugio, se producía la muerte del primer marido de Faustina, que le había dado dos hijos, para que Heliogábalo pudiera convertirla en su nueva esposa. Aquella sangre inocente no auguraba buenos augurios para el destino de la pareja, pero aún así Roma la aceptó mejor que a la anterior.
Pero tampoco aquella unión duró mucho, pues el emperador no soportaba ninguna imposición y no tardó en deshacerse de ella en cuanto el pueblo se calmó. Aquilia supo lo que sucedería a continuación; intentó huir, pero como la vez anterior los guardias dieron con ella y la condujeron a la fuerza a la cama del César, como ya hicieran con la desgraciada Faustina, aún vestida con la túnica ensangrentada contra la que estrechara el cuerpo sin vida de su primer marido. Con la piel sucia de besos y caricias que no quería, Severa la vio marchar del Palatino con compasión y envidia; al menos ella, aunque hubiera perdido al amor de su vida, le quedaba el respeto de Roma, el buen nombre de su familia y el cariño de sus hijos. Cuándo su matrimonio acabara, ¿qué tendría ella? Nada. Se prometió así misma que, dado que no había podido sacerdotisa, sería al menos una buena esposa para el monstruo que asolaba Roma; quizás aquello la redimiera ante los ojos de la diosa, quizás la granjeara el perdón del pueblo, quizás bastara para que se la recordara no con odio ni desprecio, sino con incredulidad, admiración y asombro. No sería tarea fácil y no porque Heliogábalo la maltratara. Al contrario, jamás la alzó la voz ni la mano, mostraba por ella respeto en público y cariño en privado y la colmaba de regalos. Sin embargo, al mismo tiempo, se hundía en la locura. Aquilia prefería no saber que ocurría, pero eso no evitaba que a sus oídos llegasen los rumores de danzas en el templo del dios de Emesa al son de tambores y címbalos, de la frecuencia cada vez mayor con la que se disfrazaba de matrona y se hacía acompañar por su favorito, Hierocles, un rubio auriga de Caria a quién llamaba "su marido", si bien había sido con Zótico, un atleta de Esmirna, con quién había contraído matrimonio en una ceremonia pública. Incluso se rumoreaba que había ofrecido grandes cantidades de dinero al médico que le dotara de una vagina o que se prostituía en las tabernas. Severa no sabía cuánto creer de todo aquello y el horror crecía cada día: hasta que comprendió que solo era un niño asustado, maleducado, corrompido por un poder que había recibido demasiado pronto, hastiado de una vida que no quería y que solo ansiaba volver a su casa de Siria. De improviso, se sintió conmovida y Hierocles vio de inmediato el cambio en sus ojos cuando observaba a su común marido. La rogó que la ayudara a protegerle de sí mismo, y Aquilia comprendió con espanto que él también creía que se acercaba el fin de la vida y del gobierno de Heliogábalo.
Trato de advertirle, pero no quiso escucharla. Demasiado tiempo había actuado con impunidad manifiesta como para creer que algo no le estuviera permitido; en eso eran tan culpables de su locura su familia, consejeros y senadores como él mismo. Sin embargo, sus excentricidades, en contra de la  tradición, la religión y la moral, enfurecían cada vez más a la Guardia Pretoriana, que hasta ese instante le fuera fiel, y su poderosa y ambiciosa abuela, Julia Mesa, sabiendo que el cambio se avecinaba, decidió posicionarse para formar también parte del próximo gobierno. Volvió sus ojos hacia su otra hija, Julia Mamea, y sobre todo al hijo de esta, Alejandro Severo, de entonces trece años y mucho más manejable que Heliogábalo. No tardó en convencer al emperador para que adoptase a su primo como heredero, le otorgara el título de césar y compartiera con él el consulado del último año. Tan absorbido estaba en el culto a su dios de Emesa que no veía el peligro de ofrecer al cansado pueblo de Roma un rápido sustituto de sí mismo. Hierocles y Severa, por amor y por necesidad de supervivencia-pues sabían que sin Heliogábalo sus días estaban contados-le hicieron ver la realidad con súplicas, ruegos y lágrimas, y el emperador optó de inmediato, confuso y aterrado, por privar a su primo de sus títulos y del consulado. Quizás eso hubiera bastado para frenar la amenaza, pero Heliogábalo le gustaba demasiado coquetear con el peligro o era demasiado estúpido para comprender que quién toca el fuego puede quemarse. Provocó de nuevo al pueblo de Roma anunciando que nombraría césar y heredero al propio Hierocles, el único en el que confiaba, y desencadenó el motín entre los pretorianos al hacer circular el rumor de que Alejandro estaba próximo a la muerte para ver como reaccionaban. Creía que tenía la situación controlada y fue por ello el único que no supo intuir qué sucedería cuando él y su primo y heredero se presentaran ante los pretorianos en su campamento con la intención de calmar los ánimos. Fiel a la promesa que se había hecho, Aquilia quiso acompañarle, pero Hierocles convenció a su marido de que era mejor dejarla en el Palatino. Después, insistió en ponerla a salvo; decía que quería hacer algo bueno en su vida para que al menos una persona no le recordara con infamia. La antigua vestal se negó a marchar, y el auriga la aterró narrándola los horrores de ser enterrada viva, castigo que sin duda sufriría a manos del pueblo para purificar la ciudad de Roma, una vez que Heliogábalo hubiera muerto. Cruzaba las murallas temblorosa, con el rostro oculto bajo un manto y los ojos inquietos, cuando oyó a los pretorianos aclamar a Alejandro Severo como nuevo emperador. Después supo que el que fuera su marido, cometiendo el último error de su existencia, había ordenado al ser ignorado el arresto y ejecución de todos los participantes en la revuelta. Los pretorianos reaccionaron de la única manera que podía esperarse, atacándolo. Vería su cuerpo desnudo y decapitado frotando río Tíber abajo días más tarde. No derramó por él una sola lágrima.

*Fotografía 1: "El saqueo de Roma", de Sylvestre
*Fotografía 2: "Las rosas de Heliogábalo" de Alma-Tadema
*Fotografía 3: "Boreas", de Waterhouse



1 comentario:

  1. Es terrible que una mujer haya de sufrir el rechazo, la vergüenza y tanto padecimiento por haber sido objeto, ella misma, de los abusos de un sacrílego. Una historia tremenda. Saludos cordiales.

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