viernes, 8 de febrero de 2013

Aquilia Severa

No lo deseaba. Es más, ni siquiera sabía si lo deseaba. Era demasiado pequeña para comprender siquiera qué significaba. Aquella muñeca de marfil articulada, con su peinado elegante finamente tallado y su pequeña túnica de seda... ¿cuántas horas permanecería sentada, con la mirada perdida, recordándola? ¿Cuántas noches estaría despierta, observando la oscuridad, añorándola? Sin duda, debió lamentar el doloroso e infinito vacío de sus brazos en su ausencia, deseó sentir de nuevo su diminuta figura contra su pecho, como si solo ella pudiera protegerla. Al fin y al cabo, aún jugaba con ella cuando la convirtieron en sacerdotisa de Vesta. Su padre, Quinto Aquilio, dos veces cónsul con Caracalla, pensó que era un gran honor para su familia. Su hija, Aquilia Severa, por el contrario, no comprendía nada, salvo que la arrancaban de su familia para entregarla a extrañas. Lloró durante semanas sin concederse una tregua. Después se acostumbró, se resignó y comenzó a amar lo que no hacía mucho tiempo detestaba con toda su alma. En esa actitud podría resumirse toda su existencia o al menos lo que se recuerda de ella.
Su sacerdocio no sería agradable ni sencillo, pues fue una época convulsa y peligrosa. Ella, sin embargo, se creyó a salvo tras el fuego de Vesta, envuelta por el oloroso humo del altar, dedicada únicamente al culto y la sacralidad, sin importarle nada lo que pudiera pasar más allá del antiguo templo. No tardaría la realidad en ir a buscarla contra su voluntad. Todo empezó con la muerte del emperador Caracalla, que contemplara su consagración, camino de Partia. Su prefecto del pretorio, Opelio Macrino, usurpó el poder de la dinastía severa por un tiempo escasa. Pronto, la tía materna del difunto César, una mujer llamada Julia Mesa, promovió la revuelta entre la Legio III para lograr que su nieto Vario Avito Bassiano se convirtiera en emperador con solo catorce años. No dudó para lograrlo en sobornar, amenazar y afirmar que Avito era en verdad un hijo ilegítimo de Caracalla y que, por tanto, todo el Imperio le debía suprema obediencia. No tardaría en ver cumplido su ansiado deseo: en la batalla de Antioquía el eunuco que la obedecía derrotaría sin esfuerzo al aguerrido Macrino, éste perecería después de forma innoble lejos de Roma, en Capadocia, y aquel niño subiría al trono de los césares como Marco Aurelio Antonino Augusto sin aprobación ni conocimiento del Senado. Si bien no sería por tales nombres, de mejor recuerdo, como se le conocería y pasaría a la historia. Sacerdote del dios sol de la ciudad siria de Emesa, que le correspondía solo a él por herencia, ordenó se le llamara con su mismo nombre: El-Gabal. En latín: Heliogábalo.
Aquellas noticias llegaron a Roma como historias lejanas y fantásticas que nada importan y nada afectan al normal desarrollo de la vida diaria. Aquilia cambió el nombre de un emperador por el de otro en sus ruegos privados y sus oraciones públicas, y continuó con su rutina sin más cambios que destacan. Pero rápido el nuevo César irrumpió en la capital como un huracán que toda arrasa y al marchar solo deja desolación, ruinas y lágrimas. Aquel desfile triunfal pareció presagiar tan nefasto final, cuando el joven Heliogábalo, vestido de púrpura y perlas como sacerdote oriental, entró en la ciudad en compañía de su dios, su único amor, en un carro de oro puro y grandes joyas, que relucían como destellos de arcoiris bajo el mortecino sol de la tarde. El fuerte sonido de los tambores y las flautas, los flexibles cuerpos enredados en frenética danza, no bastaron para apaciguar la desconfianza del pueblo romano. Tenían razones para ello. El nuevo César no tardaría en rebautizar a la piedra negra de Emesa como Deus Sol Invictus y declararla el principal entre los dioses, por encima incluso de Júpiter, que desde tiempo inmemorial había protegido el destino de la ciudad. Obligó al Senado a participar en los exóticos ritos religiosos en honor a la deidad y construyó para ella un lujoso templo en la ladera oriental del Palatino. Aquello se podía aceptar, pues una divinidad más en la ciudad siempre redundará en más poder para el Imperio, pero el horror no tardó en llegar cuando, sin respeto ni miramiento, expolió los templos de Roma de sus riquezas y ultrajó las reliquias más sagradas de la religión, arrancándolas de sus santuarios secretos y trasladándolas sin miramientos al templo del nuevo dios, para que solo él fue venerado por la ciudadanía al completo: la Gran Madre, el Paladio que Eneas trajera de las humeantes ruinas de Troya, los escudos de los saliares que cayeran del cielo y, por último, el símbolo supremo de la eternidad del Estado romano: el fuego de Vesta.
"Extranjero", cruzaba la mente de Aquilia Severa mientras ascendía la colina envuelta en sus blancos ropajes ceremoniales precedida por las fasces, deseando que las antiguas insignias consulares dotaran a su decisión de autoridad manifiesta. Aquel muchacho, se decía, nada sabía de las costumbres ancestrales de Roma, ya que había crecido en las lejanas orillas del mar Mediterráneo, sometido a los caprichos del sacerdocio de un dios extraño. Sin duda, la vestal conservaba la esperanza de que el César comprendiera si alguien por fin se lo explicaba pero, desde el primer momento en que inició su apasionado alegato, fue consciente de que ese Heliogábalo nada escuchaba de sus palabras, solo veía en su desesperación, su dedicación, su sacrificio, su defensa y su fervor, el mismo intenso y enloquecido amor que él sintiera por el ídolo de Emesa, se sintió comprendido por primera vez desde que llegara a Roma y deseó a la dulce Aquilia por compañera. No sería un matrimonio por amor no por lujuria. El César solo era capaz de amar a su dios oriental, solo deseaba al auriga Hierocles o al esclavo Zotico. El matrimonio sería el símbolo terreno de la unión suprema entre la deidad de Emesa y la diosa Vesta, y, a través de ella, con el Estado romano, el signo de la definitiva unión del ídolo negro con la religión romana. Horrorizada y confusa, Aquilia se negó, escudándose en su voto de castidad y en la tradición ancestral. Pero a él no le bastó, no escuchó, la pisoteó, no comprendió por qué un sacerdote oriental no podía unirse a una sacerdotisa occidental. Ella intentó huir, ¡oh, sí!, con desesperación y terror, pero de nada sirvió. Nadie quiso ayudarla, oponerse a la voluntad del emperador. Las personas con las que cruzaban la empujaban de vuelta a sus brazos en vez de ayudarla a liberarse. Gritó, arañó, lloró rogó, golpeó. No sirvió. La violó. Después de aquel sacrilegio, a Aquilia solo le quedaba aceptar uno nuevo para intentar mantener lo poco que quedaba su orgullo y de su honor. Y fue así como salió de la Casa de las Vestales camino del Palatino convertida en emperatriz y Augusta, vestida con el oro y la púrpura, custodiada por una fuerte escolta y seguida por un alegre séquito de músicos y de bailarinas; pero en su frente no había el orgullo y la alegría de aquellas que la precedieron, sino que marchó con la cabeza baja, los ojos repletos de lágrimas, las mejillas teñidas de la más infinita vergüenza y los labios contraídos en un gran desprecio por sí misma. El pueblo, que debió ovacionarla, que antes la respetara e idolatrara, ahora la escupía y la insultaba, creyéndola cómplice en vez de víctima, acusándola de cualquier desgracia que sucedería y recordándola que algún día padecería la horrible agonía de ser enterrada en vida como toda vestal que había roto su castidad merecía.


*Fotografía 1: Sestercio con el retrato de Julia Aquilia Severa, nombre que recibió la vestal tras su matrimonio con Heliogábalo
*Fotografía 2: Retrato del emperador Heliogábalo
*Fotografía 3: Heliogábalo adora al idolo de Emesa en compañía de su madre. Ilustación.
*Fotografía 4: Posible escultura de bronce de Julia Aquilia Severa, encontrada en Esparta, hoy en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas. El hecho de que le destrozaran la cara refleja el odio y el desprecio que sintió el pueblo romano por el matrimonio entre un emperador y una vestal

1 comentario:

  1. Un historia verdaderamente terrible y sobrecogedora. El poder absoluto es absolutamente destructor. Un abrazo, querida amiga.

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