viernes, 29 de marzo de 2013

Yo, Claudia Livila (V)

Con la marcha de mi tía Julia se fue también mi alegría, mi única luz en las tinieblas de tu eterna pena, madre, de tus exigencias, de las obligaciones y las apariencias, y sumida de improviso en la oscuridad más profunda y ciega -pues ¿qué ojos acostumbrados a contemplar la más radiante estrella pueden ver en una repentina noche sin luna?-depuse las armas que durante tantos años empleara en vano contra ella y me dejé arrastrar, exhausta y cansada de tanta inútil lucha, a su inmensidad vertiginosa. Deseé que me devorara, que borrara de mí todo sentimiento que alguna vez pudo ser calificado de natural y humano. Creí que aquello haría mucho más fácil la larga travesía por el tortuoso desierto que se abría inexorable a mi paso; y así permanecí postrada semanas enteras, privada de apetito, sueño y fuerzas, mientras me transformaba, como tú, en hielo y piedra, y ansiaba al mismo tiempo, con los últimos rescoldos de mi rebeldía y mi esperanza, una nueva y fulgurante estrella. La tristeza de las paredes de esta casa, madre-¿cómo nunca te diste cuenta?-convirtió en tumba lo que debió ser un hogar antes incluso de que me condenaras y era un veneno que lentamente consumía el alma: las sonrisas se congelaban al cruzar la puerta, nadie reía, nadie jugaba, nadie cantaba, las plantas se marchitaban a decenas en los largos corredores de sepulcrales silencios y demasiados recuerdos y hasta nuestras esclavas se inclinaban mustias y se arrastraban como fantasmales sombras como si fueran ellas las que soportaran el opresor peso de tu amargura. No era solo la ausencia de mi tía, madre, lo que me destrozaba, o la añoranza de un padre ahora que lo necesitaba, era también la inminencia de una boda que ni esperaba y la pérdida de la inocencia asociada la infancia, no solo porque pronto seria esposa y quizás madre cuando todavía pensaba en muñecas, peonzas y tabas; era también la visión de mi abuela Livia hundiendo a mi tía en la mayor de las miserias y mostrándome de esta forma, sin desearlo, un mundo de intrigas del que yo no había sido consciente hasta ese momento y en el que pronto, presentía, quedaría atrapada, ingenua, desamparada, sin apoyos y desconocedora de las reglas de tan peligroso juego.
Tú, madre, intentabas arrancarme de mi letargo y distraerme de mi pena con los preparativos de mi boda y de mi nueva casa, muy lejos de ésta, sin saber que agravabas la enfermedad que me corroía en lugar de sanarla. Sí, aunque no lo creas, percibía tu preocupación por mí y veía tus ojos vidriosos ante la inminencia de nuestra próxima separación y, con ello, de tu nueva pérdida, y a pesar de que me sentía conmovida y halagada por aquel leve destello de tus sentimientos, el primero en demasiados años, tu rigor y disciplina anterior provocaron que todo gesto tuyo me resultara incómodo y casi por instinto lo rehuyera, como algo innatural y desacostumbrado. Ah, madre...perdimos demasiado tiempo y demasiado cariño en nuestros silencios, ¿no es cierto?, tú callando tus pensamientos y yo, mis ruegos; aquellos días, que debieron de habernos unido, solo sirvieron para hacernos aún más daño, tú, herida por mi indiferencia -¿crees de verdad que era tan insensible cómo para no verlo?-y yo, demasiado obsesionada y nerviosa por la futura y desconocida situación que se me avecinaba, como para saber aprovechar aquella extraordinaria y fantástica oportunidad que el destino por fin me brindaba de asomarme por encima de tu férrea coraza. Hubiera bastado con habernos sentado, con un mero intercambio de palabras...pero ya nunca sabremos si aquello hubiera resultado para salvar el abismo que comenzaba a separarnos... Lo cierto es que en nada ayudaba a tranquilizarme y comprenderte el hecho de que mi abuela Livia, que siempre me ignorara mientras crecía, ahora demostrara una inusitada preocupación por mi persona. Al torbellino de sentimientos que me zarandeaba furibundo dentro de mi pecho debí sumar nuevas dosis de angustia y miedo, pues ella era incapaz de sentir nada-lo que había hecho a mi tía Julia lo demostraba sin palabras-y sus atenciones solo podían significar que había entrado a formar parte de su inquietante juego de poder, cuyas intenciones intuía, pero en gran medida todavía desconocía. Sí sabía la causa. No era yo. Era mi futuro marido quién le interesaba. Suya había sido la idea de unirlo con su única nieta, y Augusto, incapaz de negarse a sus deseos, había autorizado la enlace.
Cayo César...En mis solitarias noches, madre, aún le recuerdo, con todo el ardor de mi juventud perdida y la belleza irreal de un sueño, bello y sensual cual nuevo Apolo, invicto y seductor como otro Marte, y tengo en mi cuerpo grabada la huella de sus manos y en mi memoria el calor suave y aromático de su cuerpo de soldado. Cayo...Debió pensar que era una tonta, por cómo me temblaban las piernas en su presencia o se me trababa la lengua cuando estaba cerca, tras que nuestro compromiso se anunciara de improviso y supiéramos que habríamos de compartir nuestras existencias. No era para menos mi reacción quizás algo exagerada, y no me refiero solo a su belleza. Adoptado como hijo por su abuelo Augusto junto a su hermano menor, Lucio, mi Cayo-aún tiemblo de emoción al pronunciarlo-, a pesar de su juventud-diecinueve magníficos años-había sido designado dos veces cónsul, admitido en el Senado, accedido al pontificado y nombrado príncipe de la juventud. Aunque compartía esos mismo honores con su hermano, su primogenitura parecía garantizarle en exclusiva la herencia de Augusto, no solo económica, sino también política, pues aunque nada auguraba que aquella nueva forma de gobierno tuviera continuación tras la muerte del viejo, todos confiábamos en que el Senado aceptaría su recomendación sobre su sucesor y le entregaría los mismos poderes que su abuelo había ostentado en vida; así era, además, su deseo, pues desde hacía tiempo Augusto planeaba convertir a nuestra familia en una dinastía dueña absoluta de los destinos de Roma. Mi unión con Cayo no solo honraba nuestro nombre y nuestra casa, sino que además, llegado el día, me convertiría en la mujer más poderosa de la República y a mis posibles hijos en nuevos reyes de la nueva Roma. En mis encontrados sentimientos de novia-ansiedad, emoción, angustia, miedo, deseo...-se abrieron paso, arrolladores, otros, desconocidos y cegadores: grandes y locas aspiraciones de futuro, la ambición y el embriagador placer del que detenta el poder, y no luché, lo admito, aunque tu me advirtieras contra ellos, por desterrarlos de mi pecho, sino que les di cobijo y nuevo aliento, porque me daban fuerza para enfrentarme a los envites de mi nueva vida y de mis antiguas ausencias. Eran la nueva luz de mi existencia y, recuperadas gracias a ella la alegría y las fuerzas, concentré todos mis esfuerzos en complacerle, en complacerte-pues aún albergaba en mi pecho el deseo ardiente de que por mí, madre, te sintieras orgullosa-, e imitando tu comportamiento hasta dónde me fue posible-había cosas para las que no estaba dispuesta-dediqué mi tiempo a parecer una buena esposa y a preparar con tu ayuda y la de mi abuela la que habría de ser mi nueva residencia. Augusto nos había designado la villa de la Farnesina, en la otra orilla del río Tíber, que en su día perteneciera a mí tía Julia y a Agripa, su segundo marido. Sus estancias estaban llenas de luz y de colorido y yo estaba ansiosa y temerosa de trasladarme allí, lejos de estas lúgubres paredes que fueron, con todo, mi refugio, y perderme para siempre en sus vastos jardines.
No era yo la única que se esforzaba por adaptarse a la nueva situación: con ocasión de mi boda con su hermano mayor, tu adoradísima Agripina intentó acercarse a mí y ser mi amiga. La recibí con frialdad y cortesía, y aunque ella percibiera mi resentimiento y mi rechazo, que nunca comprendería -o eso decía-, mi sonrisa la llevó a creer de forma muy equívoca que, de alguna forma, algún día podría lograr mi confianza. ¡Estúpida Agripina! No entendía que aquella mueca no era una invitación, sino una advertencia, fruto de una insana alegría; si, me regodeaba -¡oh, dioses, como disfrutaba!- deleitándome en el pensamiento de que, aunque yo fuera más torpe y desgarbada que la grácil y elegante Agripina, aunque todos alabaran su belleza por encima de la mía, aunque fuera la nieta de Augusto y su favorita, ¡la hija que de verdad querías!, y aunque gozara del favor del pueblo y la admiración de todos los que la conocían...algún día, ¡algún día!, ocuparía una posición más alta que la suya, sería mis estatuas las que adornaran las plazas, mi rostro el que se grabara en las monedas, mi marido y mis hijos los que gobernaran. Relegada, la siempre perfecta Agripina-me aseguraría, me juraba-sería olvidada. Mientras tanto, no habría porqué asustarla. La aceptaría en mi compañía y la rodearía de una falsa sensación de seguridad, para que no estuviera prevenida de la pronta llegada del día en que la destruiría...¿Te horrorizas, madre? ¡Se lo merecía! Haz conciencia. Tú plantaste la semilla de mi odio por ella...¡Y fue tan sencillo engañarla! Casi sentí pena. Al entregar a Venus mis juguetes de la infancia, ella me acompañaba. Cuando dividieron mi cabello con la lanza en seis trenzas gruesas y me impusieron el azafranado velo, coronada de mejorana, hojas de naranja y verbena, era su mano la que estrechaba. Eso bastó para engatusarla. Irónicamente, mi supuesta predilección por su hermana fue lo primero que de mí agradó a Cayo y fue lo único que me dijo cuanto, tomados los auspicios por Germánico-en calidad de jefe de la familia por la todavía ausencia de mi tío Tiberio- y viéndolos favorables, tú como pronuba juntaste nuestras manos en señal de matrimonio. ¡Hasta ese momento tenía Agripina que arruinarme!
Furiosa, la ignoré el resto de la fiesta y ella, confusa, se apartó de mí temiendo incomodarme, achacando a los nervios de la boda una actitud tan distinta a la de esa misma mañana y días antes. Aunque me duela reconocerlo, parte de razón tenía. Apenas recuerdo nada de aquel día, y las horas se consumían sin que yo me diera cuenta. Antes de lo que yo creía, la noche se nos echó encima y sin que hubiera probado bocado, ni disfrutado de la música, ni hablado con ninguno de los invitados, me arrojé a tu regazo rememorando el rapto de las sabinas y oculté en tu fina túnica mi rostro torturado de sentimientos. Aún así, cuando en cumplimiento del rito Cayo forcejeó para arrancarme de mi refugio y sacarme por la puerta, fuiste tú la que me aferrabas con fuerza, no yo la que luchaba por no irse...lo que brillaban en tus ojos, madre, ¿eran lágrimas?...Nunca me lo dijiste, pues siempre considerarte el llanto un símbolo de debilidad, no una expresión de los sentimientos, y yo no tuve mucho tiempo para pensar en ello. Precedida por la antorcha de espino encendida y de las manos de dos niños, me entregué a los peligros de la noche romana con mi abundante cortejo y soporté en silencio los cánticos lascivos que los invitados me dedicaban; abstraída en mis temores, casi tropiezo con las nueces que arrojaban para que su sonido ahuyentara los malos augurios y mi mano se mostró torpe cuando unté de aceite y grasa las puertas de la casa para que sus dioses guardianes me recibieran. Ni siquiera sé que dije cuando Cayo me ofreció el fuego y el agua, y aún me debatía en mi deseo de volver corriendo a la seguridad de esta casa y la fascinación por conocer la nueva vida que se me brindaba cuando Lucio, ya convertido en mi cuñado, me cogió en brazos hasta mi nuevo lecho. Y de repente, me quedé sola con mi marido. Lloré y reí, temblorosa y algo histérica, mientras él desataba el hercúleo nudo de mi túnica recta, y conmovido, Cayo me abrazó largo rato hasta que pude tranquilizarme. Aquella noche es la cosa más nítida que recuerdo de nuestra boda, la forma tierna y cariñosa con la que intentó tratarme, procurando no hacerme daño ni asustarme. Podría decir que era casi feliz cuando acabó conmigo y aunque yo estaba ansiosa de nuevos encuentros, apenas volvió a tocarme. Apenas tenía doce años y mi cuerpo comenzaba a abandonar con dificultad la infancia, pero no era aún el de una adulta. Torpe e inexperta, era imposible que despertara en él deseo alguno. Dolida, me confié al tiempo, esperando que diera forma a mi cuerpo. Mientras tanto, comenzamos a conocernos, y Cayo hizo verdaderos esfuerzos por ver en mí a una compañera, y no a la niña que con la túnica mal puesta y el pelo alborotado jugaba hasta unos días antes de nuestra boda con sus hermanos pequeños y otros niños de la familia.

*Fotografía 1: "Dolce far niente", de Godward.
*Fotografía 2: "Who is it?", de Alma-Tadema
*Fotografía 3: Retrato de Cayo César, Museo Británico (Londres)
*Fotografía 4: Retrato de Agripina la Mayor, Museo del Louvre (París)
*Fotografía 5: Fresco del Cubiculum D de la Villa Farnesina-la misma que Cayo y Livila supuestamente ocuparon como recién casados-, en que el marido habla tímidamente con su tímida esposa.

4 comentarios:

  1. Cinco estrellas, !gran calidad! le podemos poner seis estrellas, más bien. Saludos y que sigan los éxitos. Me encantan las noticias que publicas, ahora sí ******

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