viernes, 28 de junio de 2013

Yo, Claudia Livila (XVI)

Creíste o bien quisiste creer que aquella maternidad me haría bien, que me haría comprender al fin el lugar que en el mundo yo estaba por nacimiento destinada a ocupar, abrazar las tradiciones y la moral, y, según tú, madurar, asumir ya la sagrada responsabilidad que como miembro de la familia imperial desde siempre debí afrontar, aceptar mis obligaciones para con la siempre insaciable Roma y dar a las demás ejemplo de virtuoso vivir y saber estar. Me mirabas con orgullo tejer e hilar, honrar a los dioses o vestir con modestia como las viejas matronas de tus muchas historias, dar órdenes a los esclavos u obedecer sumisa los dictados de mi marido y de Tiberio, mi tío; encargarme de la administración del hogar y de la contabilidad, de compra diaria y la comida, del orden y la limpieza. No me sentí capaz de destrozar entonces tu fantasía -adoraba tu bosquejo de sonrisa, por mí y no por Agripina-. Yo incluso por momentos también me la creía; `pero ahora que he jurado decirte toda la verdad te debo confesar, aunque nos duela, que aquella no fue nunca tu hija, si no la falsa Livila. Esa puta aprendía demasiado deprisa y aquellos días más que nunca la necesité con pasión y locura para tratar de someter y controlar a la hacía tanto tiempo por honor y apariencia encerré en mi misma y ahora, enfurecida y fortalecida por tan larga espera, ardía en desesperada rebeldía, azuzada -¿cómo ibas a saberlo?-por Julila. Ella venía cada día y tú la dejabas entrar para que me hiciera compañía; en tu presencia hablaba de talones hinchados, comidas copiosas, retortijones, vómitos y mareos hasta que, aburrida, te ibas, y entonces, ya sin mi escudo y mi guardiana, ella sacaba las cartas que, bien ocultas bajo su manto o su túnica, guardaba celosamente contra su cuerpo. Julila fue nuestro correo. Sólo ella sabía que, días después de anunciar públicamente mi embarazo, recibí la primera. Aún sonrió al recordarlo a pesar del lento pasar de los años. Iba acompañada de un regalo: no era un sonajero, una cuna, un juguete o ropa para el bebé que dormía en mi vientre, sino un ejemplar del "Arte de Amar", del insigne Ovidio, acompañado un poco más tarde por sus "Remedios de Amor", y con ellos Póstumo me preguntó cuál creía que, en mi caso, él debía usar de los dos: el primero, sobre como conseguirme, o el segundo, sobre cómo olvidarme. Atónita y divertida, confirmé mis sospechas de que para él todo lo nuestro no había sido como para mí un simple juego, que sus sentimientos iban más allá de la revancha o el simple deseo, y comprendí que solo el respeto debido a su hermano y la clara evidencia de cuánto yo amaba a Cayo le habían hasta entonces frenado. Ahora, sin embargo, le empujaba con fuerza la esperanza de que yo no sintiera lo mismo por aquel nuevo marido pues, al parecer, la pública y creciente evidencia de hasta que punto yo pertenecía a mi primo no había enfriado su amor, sino que aún más había encendido su pasión con la desesperación de la perdida. Miré a Julila exigiendo explicaciones y respuestas, y me sonrió. Me dijo algo que yo ya supiera: que en otros mejores días había sido la más afortunada de las mujeres de Roma, amando y siendo amada, pero que entonces, como el resto de nosotras, no encontraría ningún sentimiento en mi marido tras la boda, sino que habría de buscar mi felicidad fuera. Se despidió de mí con un fraternal beso y me susurró cómplice: "cuñada de nuevo". Después se marchó, dejándome con mis deseos.
Mi ocupado vientre ardía de necesidad, mi mente de insatisfecha ambición y mi corazón de profundos anhelos; y, aunque una parte de mí se vio fustigada por la culpa y la vergüenza ante la idea de caer en el adulterio a pesar del desprecio que por Druso padeciera, pudo más el ansia de sentir de nuevo mi corazón latiendo con mucha fuerza en el interior de mi pecho y al cuarto día contesté a Póstumo con unas líneas del propio Ovidio -"Lo primero que venga a tu mente sea la confianza de que todas las mujeres pueden ser conquistadas"- y desde ese momento no dejamos de intercambiarnos encendidas cartas, plagadas de versos de doble sentido, de consejos, advertencias, promesas, deseos. Temiendo que el desconfiado Tiberio, el posesivo Druso, el moralista Augusto o tu, madre, pudierais descubrirnos, le cité muy pronto de nuevo a Ovidio: "el enamorado no tiene por que temer al enemigo; huye de los que tienes por leales, estarás seguro. Ten cuidado con los parientes, con tu hermano y con tu querido amigo". Más Póstumo no quiso escucharme, y me respondió en boca de Catulo: : "Vivamos, querida Lesbia, y amémonos, y las habladurías de los viejos puritanos nos importen todas un bledo." ¡Oh, madre! ¡Las lenguas de mil poemas no bastaban para recitar todo cuanto queríamos decirnos! Quise mantenerme indiferente y fría, guiarme tan solo por la ambición y el deseo, pero lo cierto es que mientras la realidad me golpeaba, la fantasía me seducía. ¡Cuántas veces, al tiempo que Druso roncaba o soportaba la enésima narración de Tiberio de alguna absurda batalla, no dejé volar mi mente seleccionando las palabras que para Póstumo pronto Julila recogería! Dentro de mí crecía algo más que otra vida, tardé demasiado en darme cuenta, y sin llegar a aceptarlo o a comprenderlo, por puro cálculo dejé hablar a Sulpicia: "Me llegó el amor, un amor tal que la fama de cubrirlo sería para mí mayor vergüenza que la de mostrarlo ante alguien". Enardecido por mi rendición, juró Propercio: "A mí nunca una esposa, nunca una amante me apartará de ti; siempre te tendré como amante, y siempre como esposa". No obstante, a pesar de los apasionados versos de Horacio que le dedicaba -"mi mente se extravía, de color cambio y unas gotas furtivas recorren mis mejillas demostrando qué hondamente un fuego me está abrasando"-, Póstumo no pudo dejar de plasmar sus celos, dudas y miedos a través de Tibulo: "Siempre, para engañarme, me muestras sonriente tu semblante, después, para mi desgracia, eres duro y desdeñoso, Amor. Pues a mí se me están tendiendo lazos; ya la astuta Delia, furtivamente, a no sé quién en el silencio de la noche abraza". Intenté aplacar sus temores con nuevos versos, pero era incapaz de olvidar con quién dormía y mis anteriores desprecios. Comprendí que para no perderle habría de convertir mis palabras en hechos. No habría de esperar mucho tiempo. El mismo Augusto propició el encuentro.
Exultante al ver aquel triple embarazo, parecía haber rejuvenecido un par de años y no podía esperar a los tres partos para celebrar la llegada de una nueva generación de herederos del Imperio. Cuanto no se dignó a invertir en mi segunda boda lo malgastó en aquella nocturna y absurda celebración, si bien no sé si alguien se divirtió. El siempre taciturno tío Tiberio no podía esconder su rencor, su ira, su desprecio y su despecho por verse relegado de nuevo de la sucesión del Imperio y más por quién a sus ojos solo era un niñato inexperto; Póstumo no ayudó a suavizar la situación provocando continuos enfrentamientos velados con quién antes fue su padrastro y ahora por adopción su hermano, desconozco si por animadversión natural, congénita y férrea ambición, el recuerdo de su madre Julia en el exilio o mi situación. Claudio, por su parte, en aquella su primera celebración abochornó a la familia con sus torpezas y balbuceos, aunque casi le superó el anodino Emilio Paulo al emborracharse, incapaz por un lado de soportar el hecho de que su esposa iba a traer al mundo un hijo que no sabía si era suyo y por otro de reunir valor para solucionarlo, por ser ella nieta de nuestro emperador. Germánico también se ridiculizó a sí mismo al intentar ganarse tanto la amistad de Druso como mi perdón... y por último estaba Agripina. Como yo, meditaba, observaba, callaba. Algo oscuro y terrible brillaba por primera vez en mirada mientras su boca me sonreía de felicidad fingida; no me pasó en nada desapercibida aquella mano que, repentina, se posó en su vientre hinchado con ademán protector y posesivo algo exagerado, como ella advirtió enseguida la excesiva preferencia que me demostraba Livia o la estima de la que gozaba en el corazón de Tiberio y calculó mi posible influencia en el corazón del César. Había tardado dos maridos en comprender qué eramos herederas del Imperio más vasto del mundo y que tal poder solo puede ostentarlo una única cabeza. O bien la ambición se le había despertado con la llegada de su primer vástago y la necesidad de asegurar su futuro y supervivencia. Lo cierto es que nos encontramos como cuñadas y nos despedimos como enemigas. En su mirada pude percibir cierta pena, cierta resistencia; yo por el contrario estaba aliviada de no tener que soportarla más como compañera y de poder comenzar la guerra. Quizás aún tendría tiempo para la venganza. Quizás aún podía obligarla a que ante mí se inclinara. A mi favor tenía que Agripina desconocía mis armas: pensaba en Druso, en Tiberio, en Livia...le faltaba una que aquella misma noche yo conquistaría.
No fue difícil. Incluso embarazada, Póstumo me miraba con deseo. Lo sabía, él si me merecía, un heredero directo, el nieto de Augusto, el rival de Druso y de Tiberio. Aquella noche me provocó con declamaciones continuas de los versos contenidos en nuestras misivas y yo fingía indiferencia para enardecerlo. Alcanzada la celebración su cenit, más cercana la aurora que el amanecer de la luna, huí pesarosa por el embarazo y busqué la tranquilidad y la frescura del jardín. Enaltecido por el vino, Póstumo me siguió. El resto estaba demasiado cansado o demasiado bebido para darse cuenta de adónde habíamos ido. Escondidos tras una enredadera, dejé que acariciara mi vientre, la vida que pateaba inquieta en mi seno, y poco a poco, ansiosa y consciente, sentí que su mano buscaba rincones mucho más cálidos y más secretos... ¡Madre! ¡Abre los oídos, madre, escucha! ¡No te marches! ¿No dijiste que soportarías mis alaridos hasta que diera mi último suspiro? ¡Cumple tu palabra! ¡Este es tu castigo! Oye como ensucié el nombre de nuestra familia por vez primera, pero no por última...es más, no sabes como disfruté con ello... Póstumo sabía proporcionar más placer con los dedos que el inepto de Druso con todo su cuerpo; hubo de devorar mis gemidos con besos para no delatar al resto y cuando sus manos se detenían en mi interior o mis pechos estos ardían como puro fuego. Yo también supe hacer que disfrutara sin entregarme a él por completo. No por el momento; no mientras llevara al hijo de otro hombre en mi cuerpo... Madre, ¿me escuchas? Quiero que te enteres bien de esto. Nos separamos prometiéndonos nuevos encuentros.


*Fotografías en orden descendente: "Susurrando al mediodía", "Tibulo en casa de Delia", "Rivales inconscientes" y "Bienvenidas, pisadas", de Lawrence Alma Tadema

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