viernes, 9 de agosto de 2013

Yo, Claudia Livila (XXII)

La Historia no es justa ni tampoco sincera: juzga y tergiversa, porque es imposible recoger en una sola obra, por muy extensa que esta sea, los sentimientos y pensamientos de todos los miembros de una época, porque hay voces que no callan y otras que se silencian, porque hay cosas que no se cuentan, grandes secretos que se susurran a medias, mentiras que se toman por ciertas... Más, cuando morimos, de nosotros solo queda ella, y, aunque debamos estarle agradecidos por no dejarnos caer en el olvido, no debemos ignorar que la imagen imperecedera que la Historia nos crea no es la que deseamos o en verdad fuimos, sino la que otros, extraños, desconocidos, consideran o piensan que hicimos. Así sucederá conmigo, dividida para siempre entre la falsa Livila y el monstruo que crees he sido, entre la respetable esposa y la puta que por ambición se ha vendido -a la hora de ser juzgada y recordada la mujer solo tiene dos caminos-. Así ocurrió también con quienes me han precedido, olvidando a Lucio, minusvalorando a Cayo, creando otro Póstumo Agripa, si bien esto último le fue demasiado sencillo. Pocos han existido que puedan decir que le han conocido. Como los anales han conservado, fue brutal, violento, irascible, muchas veces incontrolable e imprevisible -no te lo niego-, pero era también cariñoso, leal, tierno, sincero. Bien adoctrinado en la infancia por su abuelo, en su vida le impulsaban y le movían los más nobles sentimientos, aunque en ocasiones se burlara en publico de ellos, aunque en lo más profundo dudara que fueran buenos; eran los mismos sentimientos que dieron fama al buen Germánico, los mismos que movieron a Lucio y a Cayo, más nunca poseyó la paciencia, el valor y la iniciativa que sus hermanos si tenían. Lo lamenté por él desde el primer momento, pues sus escrúpulos le hicieron perder un Imperio. Yo, por el contrario, hacia tiempo que carecía de ellos: tras perder a un padre y a un marido y ser sacrificada en la cama de Druso en nombre de la siempre exigente Roma, esta ciudad no significaba para mí nada, ¡era menos que nada!, y más que ansiar protegerla, engrandecerla y honrarla, yo ansiaba gobernarla como justa recompensa por mi soledad y mi condena. Intente convencer a Póstumo de que se desprendiera de aquellos viejos valores, que se sacudiera las cadenas: había llegado el momento de tomar lo que ansiaba.
Con Tiberio en Panonia combatiendo bárbaros, si Augusto moría repentinamente, pues ya era un hombre anciano, mi tío no regresaría a tiempo para evitar que fuera a él, Marco Julio César Póstumo Agripa, a quien el Senado como sucesor escogería. Sin embargo no quiso hablar de ello: su lealtad y respeto por su abuelo, que en principio desconocía que existían, me dejaron atónita y sin aliento. Insistí de nuevo, enumeré al detalle los crímenes que contra él había estado cometiendo en un intento desesperado de poder convencerlo: el exilio de su madre Julia solo fue el primero. ¿Por qué permanecía ocioso en Roma cuando a su edad sus hermanos Lucio y Cayo ya comandaban ejércitos? ¿Por qué favorecía a Tiberio con un mando mientras a él le tenía encerrado en papeleo? Aún no le había otorgado cargo alguno, ni revestido por lo menos con un sacerdocio. ¿Cuánto tiempo más iba a permitir que le tuviera relegado, despreciado? Le había adoptado porque pensaba que no tenía más remedio, a falta de otros herederos, en vez de valorar su capacidad y conocimientos. ¿Qué le detenía para tomar lo que legítimamente le correspondía? ¿Su abuelo? ¿Acaso no recordaba los viles hechos de su admirado Augusto en las Guerras Civiles? ¿Creía que le habían guiado nobles sentimientos mientras se abría paso al poder supremo o en cambio los había apartado como insignificantes objetos sin importancia ni uso? Él debía hacer lo mismo, tomar del César ejemplo, y hacerse con el Imperio. Nadie conocería nuestro crimen, porque nosotros, los dos juntos, por fin juntos, escribiríamos la Historia... Sí, madre, planeé la muerte de nuestro César. Ni me arrepiento ni me avergüenzo. Ese viejo horrible y repulsivo hacia mucho tiempo que debió haber estado muerto. No me habría temblado el pulso ni dudado un solo momento. Yo misma lo habría hecho, para no confiar a terceros un deseo que podría habernos encumbrado como destruido. Es más, te diré que pensé largo y tendido en como ejecutarlo y que finalmente opté por asfixiarlo en su cuarto: no deja pruebas ni deja rastros, y al fin y al cabo, ¿cuántos pobres ancianos perecen mientras se encuentran sumidos en un profundo sueño? Pero Póstumo me lo prohibió horrorizado desde un primer momento, me dijo que no podíamos hacer daño a su abuelo. Furiosa, le dije que aquel era el camino más seguro y más rápido, que nada de cuanto pretendíamos lo obtendríamos sin ensuciarnos las manos. Él creyó que me estaba perdiendo y me juró que estaba dispuesto a cualquier cosas por tenerme a mí y al Imperio... pero no a aquello. Al final me preguntó si tendría reparos en hacer lo mismo con Tiberio, su rival, el otro heredero. Ello suponía esperar más tiempo para obtener nuestro deseo, pero me resigné a ello con la esperanza de que tarde o temprano tendríamos lo que con tanto ahínco estábamos persiguiendo. Póstumo me consiguió los venenos y yo me dispuse a hacerlo: cuando mi tío y suegro regresara, poco a poco, con cada bocado, iría muriendo. Una enfermedad repentina, desconocida, diría, quizás contraída en Panonia. Le cuidaría, me despediría, le enterraría, me casaría y gobernaría.
Era demasiado sencillo, ¿no crees, madre? Y demasiado bello para ser cierto... Dime, ¿en qué piensas? Veo tus pies bajo la puerta. Admiro tu entereza: no creía que te quedarías una vez llegué a mis muchos crímenes tras mi infinita pena. Me temo que hay demasiadas cosas de mí y de nuestra familia que no sabías, que ahora te estoy obligando a descubrir a la fuerza. Quizás, como le ocurre a muchos, acuses al mensajero y no al mensaje o a quién lo envía de tu rabia y de tu tristeza. No estoy de acuerdo: estoy cansada de cargar con las culpas de una dinastía, de un gobierno, de una época. He sido acusada, juzgada y condenada por quienes ahora viven y por los que habrán de nacer. Los demás también deben pasar por eso, cargar también con este peso. No es venganza, madre, ni rencor, es justicia. Al menos yo, sincera, reconozco mi culpa: me cegó la ambición, lo admito, pero también el ansia desesperada de alcanzar la felicidad al precio que fuera. Con Póstumo me sentía querida y protegida y estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de que así siempre fuera. Por desgracia, no conté con que mi abuela Livia lo impediría. Nunca sabré cómo supo lo que planeábamos. ¿Un susurro demasiado alto? ¿Un esclavo tras la puerta? ¿Una mirada indiscreta? ¿Un delatador comentario rápido escapado de los labios? Ya no importa. Ella lo sabía y nosotros desconocíamos que así era: estábamos perdidos. Livia no hizo nada por advertirnos o ponernos sobre aviso. Dejó que ambos creyéramos que habríamos de conseguirlo. Incluso cuando Tiberio regresó de la lejana Panonia dejó que comenzáramos a administrar a su propio hijo el veneno destinado a matarlo. Incluso llegó a caer enfermo, ¿lo recuerdas? Y el César también, al mismo tiempo... Debí sospechar que había algo raro en aquello. Fue el momento que Livia había estado esperando. Una noche, cuando ya Póstumo y yo nos felicitábamos por nuestra próxima victoria y saboreábamos como real algo que solo había sido sueño, mi abuela me sacó de la cama con malas maneras. Había esperado a que mi amante se marchara para presentarse. Me dijo que lo había oído todo, que bastaba su palabra para denunciarme y que tuviera que exiliarme: me describió largo y tendido los muchos padecimientos de mi querida tía Julia en su diminuta islita hasta aterrarme. Callé sin saber qué decir; solo quería huir, marcharme, buscar ayuda. Ella me retuvo aferrándome del brazo, clavándome las uñas. Me gritó que solo era una muchacha estúpida, actuando en contra de su propia familia por un puñado de simples promesas que Póstumo sin duda no cumpliría logrado el Imperio, ¿por qué habría de hacerlo? Ya había obtenido mi cuerpo. ¿Quería el poder?-me decía-Entonces debía apostar por Druso y Tiberio y dejarme de juegos: podía estar segura de que ella conseguiría para los Claudios el gobierno y que yo, quisiera o no, la ayudaría... Aquello me asustó más que las amenazas de una pequeña isla. Le pedí que me dejara en paz cubierta de lágrimas, pero mi abuela no callaba, ¡no callaba! Era una insistente voz que me atormentaba; aún le quedaban armas. Pasó de los gritos a la dulzura; atónita, contemplé como me acariciaba el pelo con mucha dulzura. Sin duda buscaba que confiara en ella para solucionar todos aquellos problemas que tan vehementemente acababa de exponerme. "Eres mi nieta", me dijo, "mi única nieta" Ella iba a protegerme y estaba dispuesta a perdonarme, pero antes debía hacer algo por mi abuela, algo de lo que me he arrepentido, que me ha atormentado, muchísimo más que mi intento de acabar con mi tío Tiberio.

* Fotografía 1: Clío, musa de la Historia, por Jose Luis Múñoz
* Fotografía 2 y 3: "Cortejo: La Propuesta" y " Xante y Faón" de Lawrence Alma-Tadema.



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