viernes, 27 de septiembre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXVII)

Perdida en sus amplios jardines del Vaticano, sentada en el musgo bajo un robusto árbol, Agripina miraba impotente sus manos y devoraba su llanto. Apenas hacia dos días que con aquellas mismas manos había cerrado para siempre los ojos del pequeño Tiberio, su tercer hijo de menos de un año; que con aquellos mismos brazos lo había sostenido con fuerza contra su pecho intentando en vano arrancárselo a la muerte para después conducirlo en ellos a la pira funeraria y la eterna morada. La contemplé largo tiempo en mi distancia: con mi pequeña cogida de mi mano, narrándome con su lengua de trapo sus grandes hazañas, no podía imaginarme mayor desgracia. Me acerqué sin hacer ruido, muy despacio, no queriendo perturbarla, y la observé de nuevo desde mi feliz altura, rota y destrozada a mis pies, débil y quebradiza, por fin derrotada. Una parte de mí disfrutaba de aquella visión, se regodeaba en una crueldad infinita, en una indiferencia fría, y saboreaba con placer mi venganza retorcida; la otra en cambio sentía por mi cuñada la más viva compasión, auténtica y poderosa lástima. En recuerdo de sus hermanos, a los que yo tantísimo amara, del consuelo que antaño ella me proporcionara, me vi a mi misma, incrédula y asombrada, sentarme a su lado sin decirnos una sola palabra. Agripina me observó con sorpresa indignada: yo era la persona que menos esperaba; sin duda no olvidaba los desprecios que a mi favor sufría de manos de nuestro común suegro. No malgasté mi aliento con palabras vacías que no sirven de nada, que buscan tan solo descargar la conciencia de aquel que las pronuncia en vez de aliviar el sufrimiento de quién las escucha, que no entienden el dolor capaz de destrozar un alma ni saben ni pueden sanar heridas que de continuo sangran. Me limité a hacerla compañía en apoyo mudo para que la soledad menos la pesara, por si algo necesitaba, observando a nuestros hijos jugar entre los árboles imbuidos de una nobleza, de una inocencia y de una ignorancia que al menos yo añoraba. Ella no pudo soportar mucho tiempo contemplar los juegos que su pequeño muerto nunca disfrutaría en esta vida. Vi a Agripina cerrar los ojos, llevarse las manos al rostro, temblar por los espasmos que preceden a llanto o la ira; la oí arrancar con violencia de su corazón largos suspiros, intentado liberar la amargura que pugnaba por dominarla; y, finalmente, vencida, cayó sobre mi hombro, necesitada de cualquier sostén, y enterró su cabeza en mi pecho para que nadie la viera en su debilidad y su pena; después, se liberó de pronto y yo dejé que vertiera todas sus lágrimas fingiendo no verlas. La abracé, la abracé con fuerza, con mucha, muchísima fuerza, la acuné embargada por la ternura e, inconsciente de mis actos, derramé sobre su cabeza caricias, besos y mi propio llanto. Madre, se puede amar lo que mucho se odia, lo que hasta la locura se desprecia, y aquel día de cielos funestos Agripina me ofreció su corazón abierto y yo le entregué a cambio cada uno de mis pensamientos. Abrazadas en un infinito lamente nos encontró Germánico al caer la noche. Con dificultad, la condujimos a su lecho dónde cayó en un profundo sueño: no quise dejarla hasta que cesó sus pesadillas y su añoranza. Madre, si como dices mi corazón es de piedra, si no siento ni padezco y mi ambición ha roído mis sentimientos hasta reducirlos a arena que se lleva el viento ¿cómo yo, que la empujé al infierno, fui capaz de aquello, de proporcionarla paz y consuelo, algo a lo que tú, que la amarías mucho más que a tu única hija, te negaste desde un primer momento? Es tu corazón, madre, el que nunca sirvió de nada; yo he sentido con más intensidad que tú en toda tu vida. ¡No me merezco esto!
También Germánico me pidió que me quedara en vez de llamarte a ti a su lado -sabía que mi alma, al revés de la tuya, latía y se compadecía-. No quería dejar con sus lamentos sola a Agripina; ambos se evitaban, ya que era imposible no verse y recordar al pequeño Tiberio. Mi mirada fría le dejó sin aliento: yo no olvidaba aunque pudiera comprenderlo. Le pedí tinta, papiro, cálamo y un esclavo: quería advertir a mi marido dónde su hija y yo nos encontrábamos. Si bien nuestra relación seguía en el mismo punto en que la dejáramos, los esfuerzos de Druso habían dado frutos, y conmovida a pesar mía por los mismos y como recompensa por ellos, había comenzado a tratarle con un poco de respeto, conteniendo mis miradas de desprecio, mis burlas y palabras hirientes, informándole como quería de mis movimientos. Germánico se mostró satisfecho por los progresos; yo quise golpearle hasta que se quedara sin aliento. A la mañana siguiente, recibí una misiva; mi hermano estaba convencido de que sería de mi marido; demostré llevar razón en mis planeamientos cuando le mostré que era de Livia. Me convocaba a las altas mansiones del Palatino; eso no podía ser nada bueno. Acudí con recelo, pero prevenida: sabía lo que quería. Me preguntó por Julila; mi única amiga nunca había sabido de necesarios disimulos, ni fue dada a las precauciones y los fingimientos, y sus excéntricos últimos movimientos habían levantado inevitables sospechas en la mente siempre alerta de mi abuela; por aquello la instaba sin césar a darse prisa y Julila, repentinamente cobarde, no se decidía. Yo la protegería. Livia creía que mi traición obligada a Póstumo me había hecho entrar en razón y vuelto sumisa, que en todo a partir de entonces la obedecería; sin embargo, mi alma furiosa clamaba en rebeldía y sin sonrojarme la mentí con una media sonrisa; la dije que nada sabía, que Julila no se atrevería. Fingió aceptar mi palabra y me rodeó de espías, más yo ya había advertido a mi cómplice antes de presentarme ante ella que debía actuar sin demora aquella noche misma. Mientras, aguardé noticias en la villa de mi hermano en el Vaticano. Tranquila, madre, nada sabía Germánico de lo que se estaba tramando. Bastante tenía con soportar su pena como un romano. A mi vuelta le encontré en su despacho, sumido en asuntos mundanos, aparentando una fortaleza que dos días atrás se había quebrado: había estado llorando y en sus mejillas orgullosas vislumbré el rastro del llanto- Algo se agitó en muy dentro, al ver a mi alegre roca convertida en barro y lamento. Intenté resistirme a los sentimientos que repentinos y veloces me asolaron, empecinarme en mi rencor y en mi rabia, sin embargo, madre, como te decía, mi corazón latía, era vulnerable y sentía, y aunque no olvidara cómo nos vendiera a mi y a mi hija, Germánico era el único ser sobre la tierra junto a mi pequeña por el que yo sin duda hubiera sacrificado la vida. Pensé que tras haber perdido un hijo quizás encontrará consuelo al recuperar a su única hermana, y como cuando era niña y él me protegía de monstruos imaginarios y auténticos me senté a sus pies y apoyé mi cabeza en sus piernas. Me miró con sorpresa, después creí verle una sonrisa. Sin saberlo, sin sospecharlo, sin imaginarlo: ¡cuánto le había echado de menos! ¡Mi querido, adorado Germánico!

*Fotografía 1: "Ve, pero no me olvides", de Godward.
*Fotografía 2:  "Una audiencia", de Alma-Tadema


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