viernes, 1 de noviembre de 2013

Yo, Claudia Livila (XXXII)

El día de la despedida abracé a mi hermano Germánico por largo tiempo, con excesiva fuerza, como ya hiciera sobre las fatídicas aguas de Ostia con Cayo en nuestro último día junto sobre esta tierra. Cuantas veces intentaba zafarse yo lo retenía con dedos afilados y una sonrisa, y si lograba marcharse enseguida a su lado acudía, buscando una nueva palabra, otra caricia. Mi corazón desbordaba cariño; mis manos, una encendida desesperación; y con la cabeza hundida en su pecho, como cuando era niña y asustada él me socorría, Germánico con franqueza reía y revolvía mi cabello, enternecido por todo aquello que juzgaba como producto del miedo, como si no hubiera pasado nunca el tiempo de monstruos y extrañas criaturas en bosques sombríos y espesos, donde la niebla repta y el sol no brilla, como si alguna vez su hermanita hubiera sido tan ingenua para dar seguro crédito a los rumores del pueblo. Él no lo entendía. Yo en verdad lo prefería. Para Germánico también había una falsa Livila, inocente y desvalida, indiferente a las intrigas, necesitada en cierta forma de su protección exigente, vigilante y tranquila, la que él quería, construída a su medida. La auténtica, en cambio, la que jamás, jamás conocería, la que con ahínco yo le escondía para seguir siendo digna de su sonrisa, poseía sus propios intereses, estaba dotada de desmedida fuerza, y en silencio, en la forma retorcida, confusa y tortuosa habitual en nuestra familia, había tornado su enemiga. Te le dije: Claudia Livia había tomado su decisión sobre el futuro del Imperio, había optado por Druso y su propio reino por encima de mi propio hermano, mi segundo padre, quién era junto a mi única hija la persona en este mundo que yo más quería. La ambición había subyugado de nuevo un corazón lleno de zurzidos y de remiendos que ya apenas poder latía. Para ti, sepultada y protegida en estas sombrías salas en las que la muerte y la pena con dolor se arrastran, que no conoces los oscuros recovecos, los afilados filos, los sangrantes secretos del Palatino, pudiera parecerte mi decisión ridícula, sin consecuencias, nada más que quizás una prueba de lealtad hacia mi marido. Pero yo había combatido en la guerra de Livia, había llorado las bajas que sin césar se producían, había recibido heridas de guerra, cavado trincheras, portado mis armas; solo nosotras, que habíamos sobrevivido a la enfermedad y el exilio, pareciamos conscientes del nuevo futuro conflicto, que habría sin remedio de desatarse con la llegada de Tiberio al trono del Imperio y la necesidad, para la seguridad y la estabilidad del reino, de un solo heredero. Con aquella decisión mía se había iniciado paulatino, sin remedio, el proceso por el que otra vez nuestra familia se desmembraría: eran los Claudios o era Agripina. Aquel abrazo era mi forma diminuta y sí, estúpida y ridícula, de demostrarle a mi Germánico todo el amor, toda la admiración, todo el orgullo y toda la necesidad que por él sentía; mi forma callada y cobarde -siempre, siempre cobarde- de pedirle perdón por algo que no lo tenía, porque el día que regresaría nada sería igual a lo que dejó atrás aunque con gran perfección se asemejara a lo que existía. Entrenando a Druso en su ausencia si no como enemigo ya que era casi imposible destruir la amistad que entre ellos había -¡qué ironía!-, si al menos como un digno y temible rival, me transformaría sin remedio en la sucesora de Livia, en la nueva Livia. Nunca estuve orgullosa de mi papel en aquella nueva guerra, en esa perpetua farsa, pero si algo he aprendido de mi abuela es que para que los demás puedan exhibir limpias manos blancas alguien tiene por ellos que manchárselas. Aconstumbrada a sobrevivir azotada por sentimientos encontrados, sabía que aún atormentada por el remordimiento y la culpa podría dilapidar mis pensamientos y mis fuerzas en distribuir cuántos obstáculos pudiera para hacer zozobrar las esperanzas de Agripina de acceder al Imperio.
A mi lado, en la despedida, con sus dos hijos cogidos a sus faldas y las lágrimas contenidas, ella se revolvía en tristeza, desolación, amargura, ansiedad e ira. La comprendía: zarandeada por mil miedos, insatisfecha de caricias, yo también había contemplado a lo más amado que tenía partir en busca de un millar de peligros sin saber si algún día volvería. También ella había rogado que se le permitiera acompañarle allí donde iría, como tantas esposas de oficiales hacían, como si su sola presencia pudiera salvarle la vida, y había contemplado impotente como ruegos, lamentos y amenazas de nada servían: no porque Germánico deseara dejarla atrás, como a mí me ocurrió y me ocurriria, si no porque Tiberio desaprobaba la presencia de mujeres en los campamentos, ya fueran esposas, rameras o esclavas. Saboreé con deleite y me rogodeé con dulce, dulce crueldad en su desesperación y en su dolor, incapaz por pura maldad de compadecerme de lo que yo antes que ella padeciera. Fue entonces cuando se soltó tu lengua, de la que jamás supiste medir el punzante y veloz filo, y con seriedad manifiesta, la que únicamente para los más solemnes actos públicos se reserva, alabaste su lealtad y su fidelidad hacía el marido hasta el límite mismo del sacrificio. Te observé incrédula, la boca reseca: ¡por aquello que a mi me negaste dos veces, privándome de sostener a Cayo en su último aliento, ahora cubrías a Agripina de honores y halagos! ¡¿Por qué oscura razón escondida en ella veías virtud lo que en mí fue locura?! Indignada, quise marcharme: con mano firme me retuvo Livia, quién con una sonrisa me preguntó si yo haría lo mismo que Agripina. Mentí y callé lo que mi corazón desde hacía tiempo sabía: por Cayo hubiera recorrido todas las ciudades de Asia y Partia; por Póstumo, si no me hubiera vencido el miedo y la cobardía, habría sido feliz él y yo solos en una diminuta isla; pero por Druso jamás me arriesgaría, y si, como los valientes de Germania, hubiera de entregar el alma, amarilleándose sus huesos bajo un solo enemigo, apenas derramaría por él lágrimas. Antes que él, antes que yo misma, estaba la felicidad y seguidad de mi hija. Solo esta última fase pronuncié, y fue acogida por Livia con una nueva sonrisa. Aseguró que, desde su punto de vista, solo en mi residía el espíritu de la auténtica matrona, pues corresponde al hombre la milicia y a la mujer cuidar de toda la descendencia obtenida. Tiberio hizo un ligero asentimiento. Agripina enfurecía, privada de sus deseos, de la admiración de su familia y del favor de su futuro emperador y suegro. Con diversión aún habría de añadir Livia: "Antonia, siéntete orgullosa de tu hija" La ira relampageó por un momento en tu mirada clara mientras en silencio contemplabas a la que siempre admiraras. Aquel destello repentino de tu corazón me atormentó la noche caída, privándome del descanso de un sueño reparador. ¡Celos!, comprendí cuando los primeros dedos del sol se abrían paso por mis estancias, los mismos que yo sentía desde la niñez por Agripina... Por ello tu áspero trato, tu lengua viperina, tu mirada dura, tus continuas quejas, tu intenso buscar de faltas, tu hermético silencio, ¿no es cierto?... Resentina e indignada, pretendías castigarme por la preferencia que sobre ti en mi corazón parecían tener primero mi tía Julia, después mi añorada Julila y ahora Livia. Hubiera bastado tan solo un poco de atención por mi parte, diaria, constante, para limar la barrera, para derribar la puerta, pero siento decirte, madre, que tras tantos años de exigencias y de ausencias, de puntuales muestras de interés que apenas llenan, me había aconstumbrado a vivir sin ti y la idea de reincoporarte a mi existencia me daba pereza: supondía revelarte demasiados secretos, desmadejar excesivas explicaciones, dejarte el corazón abierto, soportar tu injerecia. Prefería abandonarte a tu suerte en esta casa maldita que tu escogieras para tu sepelio y que así nunca supieras quién era tu hija. La niña que en mi hay siempre te necesitaría; la mujer, hacía tiempo que se había desviado de tu camino recto.
La marcha de Germánico y Tiberio coincidió con la repentina enfermedad de mi abuela. Como la vez anterior, se requirió mi presencia para que me hiciera cargo de la enferma. No era amor por su nieta, si no la necesidad de una alidad cuando más precisaba de ella: quería que vigilara atentamente al César en su obligada ausencia. Demasiados años de matrimonio le habían aportado un conocimiento extremo y detallado de su alma, y consideraba que, desde hacia tiempo, algo le ocultaba. Descubrí en esos días que, cuando todos te subestiman y te creen incapaz de hacer nada, no hay vigilancia: puedes deslizarte como una sombra por toda la casa sin ser molestada, entrar en cada estancia sin que nadie repare en tu presencio o de hacerlo sospeche nada. Así conseguí acceso a los papeles del Imperio en el momento en que todos estaban durmiendo y descubrí que Augusto había dado orden de trasladar a mi tía Julia desde la diminuta isla de Pandataria, donde un día la confinara, a la ciudad de Reggio, en la Calabria, y que planeaba un viaje por mar a Córcega que pasaría excesivamente cerca de Planasia, donde Póstumo aguardaba un perdón que nunca llegaba... Me sorprendí comprendiendo que quizás el viejo era más astuto de lo que pensaba, que quizás todo este tiempo como yo había estado fingiendo, forjando sus auténticos propósitos en férreo silencio; quizás la marcha a las fronteras de Germania de los dos potenciales herederos de la casa Claudia y la repentina enfermedad de mi abuela, que todo lo veía y todo lo controlaba, no fueran casualidades que el destino impone con risa ingenua, si no que Augusto lo había dispuesto todo para tener la vía libre para la rehabilitación de la casa Julia; quizás estuviera arrepentido de su dureza y crueldad pasadas. Corrí a informar a Livia, pero cuando extendí la mano para despertarla jamás llegé a tocarla: la tentación escalaba con dedos afilados por mi garganta. Quería abrazar a mi tía Julia una vez más en la vida, quería volver a ver a Póstumo Agripa... Mi lealtad a la familia Claudia, ¿de qué me servía? Era una desgraciada, una infeliz que se arrastraba penando con la esperanza de que el poder supremo algún día la consolaría. Con los Julios estaba todo lo que yo más quería, incluso mi hermano, que por adopción y matrimonio ahora les pertenecía, y sin embargo sabía... Sabía que mi amante no me perdonaría, sabía que mi tía tras doce años de exilio ya no sería la misma, sabía que posiblemente todo aquello no fueran más que maquinaciones de mi atormentada mente, empeñada en convertir en ciertos mis más oscuros deseos y que quizás Augusto no pretendía liberar a su nieto ni a su hija -solo yo podía hacerlo posible tras haber fracasado todos los intentos de mi añorada Julila-, pero aún así, a pesar de todo, yo necesitaba hacer frente de una vez a mi cobardía, callar los remordimientos, la culpa y la conciencia que con voz estridente en la soledad de la noche aún hoy me acechan, poder mirarme en el espejo sin sentir repugnacia de la imagen vista y, si así lo decidían, redimirme en el largo exilio en una diminuta isla, recuperar la pureza en mi caída. Rápida y enloquecida me apresuré a ello, antes de que el sol saliera y la razón y mi niña pudieran detenerme en mi valdio empeño, en mi yermo suicidio, y como tempestad irrumpí en las habitaciones del César, despertándole de un profundo sueño, y me arrojé a sus pies, rogándole me escuchara con benevolencia. Confesé a medias; guardé en lo más profundo de mi corazón cosido los hermosos momentos vividos bajo las arcadas del Circo, pero reconocí que había mentido, que ni Póstumo había intentado forzarme ni había pretendido el Imperio asesinando a su abuelo. No detuve ahí mi justicia. Livia, dije, Livia me había obligado a ello. Casi de inmediato me desgarré en lágrimas, que arrancaron de mi pecho todos los pesos que la lastraban. Augusto me observaba costernado sin decir nada, pero yo ya no tenía miedo. Era libre, por fin había hecho algo bueno.

*Fotografía 1 y 2: "Despedida veloz" y "Beso de despedida", Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: "Julia, hija de Augusto, en su exilio en Ventotone", Pavel Svedomsky

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