jueves, 5 de diciembre de 2013

Yo, Claudia Livila (Final)

Creyó que los saludables aires del sur curarían su enfermedad o le darían un poco de tiempo para vencer a Roma una vez más, pero en realidad no hicieron si no agrabar su mal la dificultad y la incomodidad de un viaje en que incesante recorrió las islas y ciudades de la bahía de Neapolis. Pronto la comitiva imperial hubo de detenerse en Nola, necesitado Augusto del descanso y del reencuentro con la casa familiar, como si en sus últimas horas precisara más que nunca recordar los inicios, recordar la pureza de los comienzos, poner en orden todos y cada uno de sus pensamientos, dar un sentido a todo lo sucedido. Eran ya demasiados, a los sesenta y cinco años, los crímenes y guerras, los malos actos y las falsas hazañas, las cuentas no resueltas; fantasmas, solo fantasmas, que con una infinita paciencia esperan y envueltos en risa finalmente se deslizan bajo la rendija de la puerta para atormentarte en noches insomnes en el momentos de mayor debilidad manifiesta. Casi sentí lástima y a pesar de lo sucedido, de mi propia condena por él tantas veces impuesta, me daba pena: Augusto ya era tan solo la sombra del gran hombre que había sido, del hombre a cuyos pies se postraron serviles naciones enteras, los reyes de pasadas glorias y grandes y hermosas eras, los compatriotas de familias añejas...todos temblaron ante su presencia como hojas caducas ante la inmensidad de la tormenta, pues bastaba su fortaleza para conducir ejércitos a los confines de la muerte y del reino, y su palabra bastó para doblegar la voluntad de todo un pueblo, conquistador del mundo, descendientes del dios Rómulo, hijos del gran Alejandro, herederos de la poderosa Cartago. Mas, ¿qué quedaba de aquello? Anciano, cansado y enfermo, respiraba con dificultad y con las piernas hinchadas, varicosas, casi ni poder andaba, y apenas hablaba, y apenas veía, y apenas comía; hacía ya tiempo que de su cabeza había huído la mayor parte del cabello y su piel, reseca y escamosa, parecía tiñosa, sobre todo en torno a la comisura de la boca, donde se esforzaba en ocultar la escasez de los dientes. Ahora eran sus manos y no las naciones las que débiles temblaban ante sus ojos y sus rodillas las que se doblegaban sumisas ante el menor esfuerzo, no las de reyes y cónsules. Rendido y hastiado, avergonzado de su propio aspecto, rendido por la enfermedad, la añoranza, la melancolía, el recuerdo y su reflejo, el César del mundo despachó las últimas órdenes de su Imperio y retirándose, inmóvil y casi ciego, con los intestinos en continuo movimiento, a la estancia donde sesenta años atrás su padre Octavio ya falleciera, se entregó al desvarío y la oscuridad y languideció acosado por funestas premoniciones, obediente a los designios de nuevos y antiguos augurios. Al contrario de los que muchos cuenta, no hizo falta que Livia interviniera, como mi misma abuela temiera. Al igual que esposa había sido enfermera, y sabía bien que seguramente su marido al viaje no sobreviviera; así, temerosa y ansiosa, se confió al tiempo, y se limitó a excluir a los médicos de su séquito. Rápida la noticia de la enfermedad del César se extendió por la campiña y alcanzó la ciudad eterna y aquellos senadores y caballeros que decidieron permanecer en Roma no tardaron ya mucho tiempo en acudir salivando al olor de la carroña.
Espectantes, se dividieron entre lamentos, esperanza y rezos, y quienes decidieron los destinos de mil pueblos se sumían ahora en arduas discusiones sobre el significado de un águila que durante las ceremonias lustrales se posó en la primera A de Agripa en su monumento del Campo de Marte, o el hecho de que un rayo en una de las estatuas de Augusto desprendiera la primera letra del nombre César. Yo misma me encontraba en Roma cuidando de mi pequeña enferma tras despedir a Tiberio en la ciudad de Benevento -desde donde debía partir al Ilírico, empujado por el repentino deseo de su padre y suegro de asignarle un lejano puesto-, y contra mi deseo hube de dejar todo y partir a Nola ante los insistentes, exigentes requerimientos de Livia, una abuela en cuya desesperación y ansiedad no reconocía. Entre el miedo y la ambición me dividía: cuando Augusto muriera, ¿qué sucedería? Privado de la figura política que daba sentido al sistema ¿el Imperio se derrumbaría? ¿La República al fin regresaría? ¿O los senadores, acostumbrados a la paz y acomodados en la inercia y la nueva gloria de Roma, no se sacudirían las lujosas cadenas, sino que apresurados y ansiosos cumplirían la supuesta última voluntad de quién fue su dueño? Y sin embargo Augusto, en su testamento, tan solo hablaba de su fortuna, no del Imperio, ¿qué garantías había que el poder que el Senado concentró en Augusto sería otorgado de nuevo a Tiberio, un hombre que no había hecho más méritos que cualquier otro para obtenerlo? ¿Y si no se alcanzaba el consenso? ¿Resurgiría el espectro de guerras civiles y fratricidas contiendas? Azotada por las dudas y las sospechas, alcancé Nola con las primeras luces de un último día y sucía del camino, envuelta en sudor y en polvo, me condujeron veloces a presencia de Livia, esquivando con suaves movimientos y palabras de cortesía a senadores y caballeros que atestaban la casa, familiares y esclavos que lanzaban lamentos. Mi abuela aguardaba junto al lecho del enfermo. A pesar de lo avanzado del día, dominaban las tinieblas en la estancia, como un preludio de lo que le aguardaba a Augusto bajo la tierra, y sentada en una cátedra, iluminada solo por una lucerna, Livia observaba con paciencia. No pareció reaccionar ante el lento avance de mis pisadas, no volvió el rostro para verme ni pronunció una palabra. Pétrea permaneció en su asiento con los dedos apretados, los nudillos blancos, los párpados apretados. En pie a su lado me sitúe como inútil compañía, débil pilar, único consuelo, y juntas acechamos la agonía del viejo. No pronunció, como recogen las crónicas, grandes palabras que dejan eco: no murió en los brazos de Livia ni pidió que aplaudieran la comedia de su vida, ni recordó a mi abuela que recordaran siempre los años juntos vividos, ni se arregló para el fin. Se limitó a quedarse tendido allí, en el lecho, a abrir los ojos con esfuerzo escrudiñando insistente la puerta, como si esperara o ansiara que alguien muy especial apareciera. Más solo cruzó el umbral Tiberio cuando el sol había rebasado su cénit, llegado, como yo, tras largo viaje, y al verle negó con rabia y dejó huir una lágrima. Tras eso nada. Al final, en la inmesidad del silencio, lo recuerdo, afilado y triste se produjo un suspiro, lastimero y quedo. Después, de nuevo, nada. Su arrugada mano manchada rodó por unas sábanas ya sin movimiento. Esperamos un tiempo, hasta que Livia, temblorosa, se alzó de su asiento, y se acercó al lecho con caminar lento, a medias espectante, a medias incrédulo o temerosa de despertar a quién en una parte esperaba siguiera enfermo. Despositó su mano en el pecho del muerto, tomó su pulso, comprobó su aliento, intentó que sus ojos la siguieran por un momento, le pellizco el brazo, le llamó por su primer nombre: Octavio... Parecía querer asegurarse de que lo que veía era correcto o bien negarse hasta el final a creerlo. Todos esperábamos su veredicto: con voz queda se incorporó, se alisó el vestido y dijo: "Ha muerto". Mis ojos corrieron del rostro del muerto a mi tío Tiberio. No había alegría ni tristeza en su sembrante, solo la amarga resignación ante un inevitable hecho, el cruel hastío de quién ha esperado demasiado tiempo.  "Anunciádselo a los senadores, hacedselo saber al pueblo", continuó mi abuela en la que fue la última orden de su reinado. Nos apresuramos a salir del cuarto, y cuando creyó que nadie la veía, Livia besó y escupió el rostro amado.

Queridos seguidores de Los Fuegos de Vesta:
Así termina la primera parte de la biografía de Claudia Livila.
Espero que hayáis disfrutado leyéndola tanto como yo escribiéndola,
y, como dijera Augusto en su lecho de muerte, siempre según Suetonio:
"Si ha salido bien la representación, dad un aplauso y despidámonos con alegría"
Claudia Livila no regresará hasta enero.
A todos los que habéis estado ahí desde el principio, y en especial a Ezequiel, 
que nunca se perdió una entrega ni dejó de darme su opinión, 
 mil gracias sinceras y un abrazo enorme.

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