miércoles, 2 de septiembre de 2015

La breve hegemonía de Marco Antonio

Apenas cometido el asesinato de Julio César, Marco Junio Bruto debió darse cuenta casi de inmediato de lo baldío que había sido su intento de restaurar la República romana llevando a cabo únicamente la muerte del dictador-ver artículo anterior El asesinato de Julio César-: el Senado, al que Bruto quería anunciar la devolución de sus antiguos derechos y prerrogativas apenas instantes después de realizado el crimen, huyó asustado; el pueblo de Roma, en el que los conspiradores esperaban hallar un apoyo más que entusiasta, se encerró aterrado en sus casas huyendo de los cesaricidas, quienes se limitaron a recorrer las calles de la ciudad puñal en mano y ostentando una pica coronada por un gorro frigio, el símbolo de la recién recuperada libertad, perdiendo así el factor sorpresa y su capacidad de actuación y decisión. El pánico y la anarquía se extendieron rápidamente por toda la urbe y, valiéndose de ellos y del repentino vacío de poder, Marco Antonio -en ese momento cónsul único debido al asesinato de César, su colega en el consulado de ese año- se hizo con el control total sobre Roma. Viendo que los cesaricidas, a causa de la falta de apoyos y de la hostilidad creciente de los habitantes de la ciudad, renunciaban a perpetrar un definitivo golpe de Estado que aboliera la legislación de César y se veían por el contrario obligados a refugiarse en el monte Capitolio fuertemente protegidos por gladiadores, Antonio, que en un primer momento se había disfrazado de esclavo y huido, recobró la iniciativa y el valor y, de acuerdo con Marco Emilio Lépido, magister equitum de la dictadura, hizo acudir hasta el Campo de Marte a la legión situada en la isla Tiberina, obteniendo así el poder militar sobre Roma, y convocó a un coaccionado y asustado Senado en el mismo Capitolio dos días después de la muerte de César. Ya antes de la reunión, aprovechando la tregua causada por el miedo general, había hecho transportar a su casa el tesoro público  de 700.000.000 sestercios y recogido de manos de Calpurnia, la viuda de César, la fortuna del dictador, cifrada en 4.000 talentos.
La primera sesión del Senado tras el asesinato de Julio César fue como mínimo compleja. Una parte de la Curia quería la declaración de César como tirano, la anulación de la totalidad de sus actos y la entrega del poder a sus asesinos; la otra, por el contrario, pedía su inmediato castigo, lo que equivalía a una guerra civil. Cicerón propuso una medida de transición y compromiso: reconocer los derechos adquiridos durante la dictadura, el olvido del pasado y la amnistía para los cesaricidas. Sus propuestas fueron aceptadas rápidamente y, durante un breve tiempo, anterior a la celebración de los funerales de César, se mantuvo una tensa calma en la que parecía que el nuevo statu quo diseñado por Cicerón funcionaría. Los conjurados fueron invitados a bajar del monte Capitolio y, como garantía de su seguridad, Antonio y Lépido les mandaron a sus propios hijos en calidad de rehenes. Camilio Dolabella, a quién César había nombrado cónsul dimitiendo él mismo para que lo fuera, y, que, sin embargo, había formado parte de los conspiradores, se reconcilió con su colega Antonio; éste invitó a su casa a comer a Casio; Lépido hizo lo propio con Bruto.... Sin embargo, si bien la reconciliación de ambas partes no podía tener una apariencia más tranquilizadora para el público en general, Antonio no renunciaba ni a la venganza ni al poder supremo, ahora que la situación podría brindárselo, y para obtenerlo, debía eliminar primero de la escena pública a los cesaricidas, quienes constituían sus más grandes rivales. Para ello se valió de dos hechos para predisponer al pueblo a su favor: la publicación y cumplimiento del testamento de César y sus funerales, a los cuales el dictador tenía derecho al no haber sido declarado tirano -el mayor error sin duda de los conspiradores-. Las disposiciones dadas en el testamento de César constituían una áspera censura encubierta contra sus asesinos: el fallecido adoptaba como hijo a uno de sus sobrino-nietos, Cayo Octavio, y lo nombraba su heredero universal; en caso de muerte de éste, Marco Antonio y Décimo Bruto, uno de los cesaricidas, debían sustituirle; si Calpurnia, su viuda, llegaba a darle algún hijo, nombraba como sus tutores a algunos de los que formaron parte de sus asesinos, a los que además dejaba como herencia fortunas considerables; por último cedía al pueblo sus jardines en el Transtevere, con 300 sestercios por cabeza por cada uno de los 150.000 ciudadanos que eran mantenidos por el Estado.
La conmoción general por tanta generosidad llegó a la locura en la escena cuidadosamente preparada por Antonio en los funerales de César. La hoguera había sido alzada en el Campo de Marte, pero el elogio fúnebre debía ser pronunciado en el Foro. Allí fue llevado el cadáver para ser depositado al pie de las tribunas. Antonio comenzó su discurso dando lectura a los decretos del Senado que concedían a César honores divinos y lo declaraba inviolable y padre de la patria; en seguida juró a los dioses que estaba dispuesto a vengarlo y cerró la escena dramática presentando a pueblo la toga ensangrentada del dictador y su cuerpo herido, donde se veían claramente 23 puñaladas. Ante aquel espectáculo, el pueblo rugió de ira y se contagió de los deseos de venganza de Antonio: unos querían que el cadáver fuera incinerado en la Curia de Pompeyo donde había ocurrido el crimen; otros, que la cremación se llevara a cabo en el mismo templo de Júpiter Capitolino. Finalmente, dos hombres se adelantaron hasta el féretro y le prendieron fuego, improvisándose una hoguera en el mismo Foro con las sillas y los bancos de la vecina Curia Julia. Consumido el fuego, la multitud corrió hacia las casas de todos los cesaricidas para prenderlas fuego, pero Antonio, manteniendo la apariencia de la tregua diseñada por Cicerón, se opuso firmemente. Al fin y al cabo, a pesar del gran éxito obtenido con la lectura del testamento y los funerales, Antonio aún no se sentía lo suficientemente fuerte para declarar la guerra a los conspiradores, a quienes protegía además una amnistía. Debía por tanto proceder con prudencia para conseguir su principal propósito: recoger la sucesión de César. Para ello, se propuso convencer a los que aún desconfiaban de él proponiendo al Senado la abolición de la dictadura, si bien su auténtico propósito era alejar de Roma a los cesaricidas. a fin de eliminar de la escena política a posibles rivales. Alcanzó su deseo fácilmente, ayudado por el deseo que áquellos tenían de alejarse de la ciudad, donde no se sentían seguros; Antonio facilitaría su marcha otorgándoles cargos honrosos que disfrazaran su exilio obligado, dando por ejemplo a Bruto y Casio el encargo de la provisión de trigo, con la obligación de residir el primero en Sicilia y el segundo en Asia.
La segunda cosa que perseguía Antonio era la aprobación de los actos de Césarr sin discusión; con el Senado en contra, Antonio acudió al pueblo y obtuvo por plebiscito lo que no había podido obtener mediante senadoconsulto. Dicho plebiscito, denominado de actis Caesaris confirmandis, entregaba a Antonio mayores facultades de las que el propio César había tenido en vida; por que éste, a pesar de los grandes honores y privilegios, había seguido necesitando el apoyo del Senado y el pueblo para poder legislar, mientras que Antonio, bajo la denominación de leges Iuliae, podía publicar cuantos proyectos y medidas deseara disfrazándolos como disposiciones póstumas de César. A la consecución de sus deseos ayudaba también la fortuna adquirida tras la muerte del dictador por medios poco legales, y el hecho de que uno de sus hermanos era pretor y ejercía además, en ausencia de Bruto, la pretoría urbana de éste, mientras el otro ocupaba el cargo de tribuno de la plebe. Entre las supuestas leyes póstumas de César publicadas por Antonio cabe destacar: la lex Iulia de rege Deiotaro, que devolvía a este monarca asiático la pequeña Armenia, con la que Antonio sin duda perseguía hacerse con aliados poderosos; y la lex Iulia exulibus, que con el mismo motivo levantaba el destierro a todos los que la amnistía del 45 a.C. no había comprendido. A estas leyes y otros tantos senadoconsultos, que, según Cicerón, proporcionaron a Antonio una cantidad de oro más digna de ser pesada que contada, se añadió la publicación de la listas de magistrados y senadores para el año 43 a.C. Así mismo, se ocupó de los veteranos del dictador repartidos por toda Italia a fin de procurarse una buena fuerza militar que apoyara sus pretensiones de heredero de César; para ello, Antonio se otorgó el poder de entregarles tierras de cultivo y distribuirlos por colonias en Campania, Samnio y Etruria, y fue él mismo a la Italia meridional para dirigir sus instalaciones. No es de extrañar por tanto que un gran número de veteranos agradecidos siguiera a Antonio a Roma bajo la excusa de defender los actor de César, constituyendo en la capital su propia guardia personal, una poderosa arma que bastaba por si sola al futuro triunviro para imponer su autoridad al Senado y al pueblo. Solamente entonces Antonio creyó poder obrar con mayor libertad respecto a los cesaricidas. César había señalado a Casio la provincia de Siria y a Bruto la de Macedonia, para cuando finalizan su pretura; Antonio dio al primero la Cirenaica y al segundo Creta, lo que era un mal cambio; destinó a Dolabella a Siria y se reservó para sí la Macedonia con las cinco legiones que César había dejado allí para la futura invasión de Partia. Para obtener este mando hizo correr la voz de que Macedonia iba a ser invadida por los getas, una mentira que nadie creyó y cuya falsedad se demostró de inmediato cuando Antonio hizo conducir a Italia a esas cinco legiones conducidas por su hermano el pretor. Apenas supo que habían desembarcado en Brindisi, dio un nuevo golpe de efecto pidiendo al pueblo, sin consultar al Senado, que se le conmutase Macedonia por la Galia Cisalpina, dada por César a Décimo Bruto, añadiéndole la Transalpina que César dividió en 45 a.C. en dos provincias. El pueblo accedió, y Antonio le recompensó presentado dos leyes democráticas, una de las cuales establecía la apelación al tribunal popular de los procesos de violencia y de lesa majestad, y la otra restablecía la tercera decuria de jueces suprimida por César, componiéndola de centuriones en vez de tribunos erarios. Todo iba pues de maravilla para Marco Antonio: el pueblo, ignorante de sus ambiciosos planes, aprobaba sin vacilar sus leyes, y el Senado, temeroso de su popularidad y creciente poder, tampoco protestaba. Pero la escena política cambiaría de pronto con la aparición en Roma de un rival inesperado: Cayo Octavio, el hijo adoptivo y heredero de César.


*Fotografía 1: Retrato de Marco Antonio conservado en los Museos Vaticanos
*Fotografía 2: Denario acuñado por Marco Junio Bruto durante la guerra civil conmemorando el asesinato de Cayo Julio César
*Fotografía 3: "Los funerales de César", de Prospero Piatti
*Fotografía 4: "Fulvia y Marco Antonio", de Francisco Maura Montaner

1 comentario:

  1. el caso de marco antonio es una constante en la historia,por ambición perdio su oportunidad de reinar en roma.

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